lunes, septiembre 03, 2007

La ventana de la nostalgia. Marga Fernández. (Taller).


Cuando la vista se cansa de reposar sobre la pantalla del ordenador, levanto los ojos y me encuentro con una pequeña y tranquila placita con bancos, rodeada de ocho farolas, en la que vida del barrio transcurre de forma pausada. Está orientada al oeste y juego a calcular las horas por el dibujo de las sombras en las paredes y el suelo. Todos los días dos viejos se afanan en recorrerla tercamente con pasos cansinos durante kilómetros y horas en una especie de carrera en círculo contra la muerte, una carrera de antemano perdida, un paseo que no lleva ninguna parte. Mi gata me acompaña en esta mirada, suele ponerse en el alfeizar a tomar el sol entre las plantas o sobre el escáner mirando lo que hago como si pudiese entenderlo.
A lo largo de mi vida he tenido muchas ventanas por las que desfilaron personas, hechos, modas, historias diversas, paisajes maravillosos o deprimentes, todas ellas dejaron la huella del recuerdo en mí. Pero hay una ventana que, a pesar de los distintos lugares en los que he vivido, siempre me ha acompañado, es una ventana a la nostalgia, a la añoranza de lo perdido en el más puro sentido proustiano, una ventana que se llena todos los días de canciones, olores, voces, de, en una palabra, vida. Supongo que la mayoría las casas tienen esta ventana, la más humilde, la que da a un patio de luces donde la gente tiende después de lavar los trozos de su vida, ropajes que les han acompañado y que necesitan tomar el sol para purificarse.
Cuando siento la nostalgia me acomodo en mi ventana, cierro los ojos mientras el sol me da en la cara y el espacio se llena de las coplas que Angelita lanza al aire desde el bajo. La voz se amplifica en la paredes interiores y en mi surge la voz de mi abuela, eterna criadora de los retoños de su hija, cantando mientras airea colchones, sacude alfombras, “Te quiero más que a mi vida, te lo digo, compañero….”, cuida la olla, pone el chocolate a hacerse, te peina las trenzas, “no debía de quererte, no debía de quererte…” ríe y te besa mientras trajina incansable “y, sin embargo, te quierooooo”.Inspiro hondo y un olor a jabones me inunda, vuelvo a volar cogida a la falda de mi abuela, barreño con la ropa sucia en la cabeza y la pesada tabla de lavar sobre la cadera, hacia los lavaderos de mi infancia, lavaderos públicos antes de las máquinas de lavar, lavaderos donde las mujeres con los brazos arremangados con frío o con calor golpeaban las prendas mientras hablaban entre ellas, reían y ese ponían al día de los acontecimientos de pueblo, contaban sus amores y sus penas en una especie de cofradía fuera del alcance de los hombres. Los temas a veces se volvían escabrosos y las voces cambiaban de tono y se volvían apenas un susurro para que los niños no las oyéramos. Esa era la señal para que intentáramos agudizar más el oído o comenzásemos a preguntar con insistencia, al sentirnos rechazados, expulsados de aquel paraíso. Después tendían la ropa sobre la hierba para que se blanquease y todo se inundaba de un olor a limpio que yo confundía con la felicidad, ese mismo olor que ahora me inunda mientras las sábanas de mi vecina voltean sobre mi cabeza empujadas por el viento, dejando tras de si perfumes de añoranza.

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