jueves, junio 05, 2008

NARRATIVA - EL SEÑOR GARDINER EN PARÍS

Capítulos VII y VIII de la entrega que nos hace Jardinero de las nubes.











Capítulo VII

Te despediste del sacerdote con gran derroche de efusión. Luego saliste del Père Lachaise, lugar de paz y hermosura donde los hubiera, y te adentraste en calles desconocidas para ti. Anduviste de aquí para allá, cruzaste el Sena por sus casi treinta y tres puentes. Luego, cuando el sol fugitivo del otoño se evaporaba entre las nubes del atardecer, te detuviste en la Plaza del Tertre, en Montmartre. Los pintores al aire libre empezaban a recoger sus bártulos y tenderetes. Por un extremo de la plaza se avistaban las tres cúpulas de la basílica del Sacré-Coeur, la majestuosa cúpula central descollando entre las dos insignificantes cúpulas laterales. Las sombras se alargaban sobre el pavimento de la calle. Después de todo un día de guardar ayuno, tu estómago reclamaba imperiosamente su condumio. Entraste en un café de inmenso escaparate. Te sentaste a una de las mesas. Le dijiste al camarero que mandara a pedir un sencillo menú al restaurante de la calle de Rívoli. Ya te iba a replicar lo absurdo de tu petición, pero le tapaste la boca con un buen puñado de billetes.

Empezaba a llover de nuevo mientras regresabas a tu hotel de la calle de Provence. Hacía un frío de aquí te espero. Pasaste por la Plaza de la Concordia, y algo te impulsó a olvidarte de tus planes primitivos. Entraste a una tienda de complementos y adquiriste la manta más abrigada que tenían. Habías decidido dormir al sereno, teniendo a la vista el obelisco de Luxor...

Dios mío, Dios mío, señor Gardiner. Hay aspectos de ti que jamás lograré comprender. ¿Qué ibas a ganar enfrentándote a la lluvia en una fría noche otoñal? Demasiadas extravagancias para una sola vida... ¿Y por qué has elegido las frondas para aislarte de nosotros? ¿Qué pensarás mientras tu armónica resuena en la profundidad de la noche?...

Te despertaste con el rostro empapado de llanto y lluvia. Tu manta estaba sembrada de hojas rojas, de tonalidad aún más roja por la humedad reinante. Las farolas parpadeaban antes de ser apagadas, en aquellos instantes iniciales del crepúsculo matutino. Coches arriba y abajo. Sirenas de los barcos del Sena. Luces en las ventanas... La manta valía la elevada cantidad que habías pagado por ella; no habías sentido en toda la noche ni el menor atisbo de frío.

Necesitabas afeitarte y hacer tus necesidades mañaneras. Pero permaneciste despierto sobre el banco, recordando que esa noche habías soñado con tu madre. Llevabas mucho tiempo sin pensar en ella, y eso te entristecía una enormidad... Tu madre con los dedos sumergidos en el maíz y el centeno. Su seno oliendo como la flor del almendro en el temprano albor de febrero. Regañándote por cualquier nadería, encareciéndote tu escandalosa inutilidad (¡Qué ibas a hacer! No sabías trabajar; sólo permanecer ocioso). Oh, lluvioso cielo de París. ¡Qué dolor más agudo el recuerdo de tu madre! ¿Y ella..., dónde pararía? Tus necesidades corporales podían seguir apremiándote todo el tiempo que se les antojara, que en ese momento todos tus pensamientos giraban en torno a tu madre. De su boca oíste por primera vez las palabras de la Biblia, y por su boca te apercibiste de la existencia de Dios. ¡Oh, áridos atardeceres de Oklahoma! Tu madre te agobiaba con que aprendieras a ser útil y capaz. Si no, ¿cómo ibas en el futuro a ganar para poder subvenir a tus necesidades? Siendo ignorante, nadie te iba a pagar dinero. Al decir de ella, tu vida era una completa inutilidad: de nada te iba a servir admirar los narcisos entre el centeno, imitar el canto de las aves, asignar formas conocidas a las nubes de primavera; la vida era para sufrirla, y quien no ha sufrido en la vida... es porque está muerto. Tú sufrías ahora la contención de tus inmundicias mañaneras: sufrías porque sabías que nunca volverías a ver a tu madre. Ella exigía demasiado de ti, creyendo distinguir el resplandor de una estrella donde sólo había el débil parpadeo de una vela de sebo... Pensaste que era mejor olvidarla... Hoy ella, y ayer Carol.

Acabaste haciéndotelo en los pantalones. En fin, no siempre tiene uno pensamientos de tan insufrible melancolía.


Capítulo VIII

Y viste pasar muchas estaciones sobre el cielo de la Plaza de la Concordia. Un invierno y una nueva primavera, un verano suave y un otoño de lágrimas frías... ¿Cuánto tiempo fue, señor Gardiner? Dijiste que viste a los árboles mudar seis veces de hojas (yo ya estaba nacida por entonces); y que seis veces los gansos salvajes sobrevolaron París en su retorno anual; y que durante seis años nadie se sentó en el banco de fundición que tú ocupabas. Si sentías hambre, dabas generosas propinas a quienes iban a buscarte la comida a tu restaurante predilecto; si el dinero en efectivo se te agotaba, mandabas a pedir más al banco; si necesitabas asearte, lo hacías en las fuentes cercanas, aunque hiciera un frío de mil demonios, aunque tuvieras que pagar innumerables multas por emporcar el agua pública. Tenías un ejército de recaderos a tu disposición... Y así los seis años pasaron como un suspiro en la Plaza de la Concordia. Ya estabas en plena madurez: tu cuerpo se volvía fofo y pesado, y tu cintura pugnaba por romper la sujeción de los simples pantalones de mahón teñido de azul marino con que gustabas vestirte. Seis años, señor Gardiner. Seis años de incertidumbre y soledad. Tu armónica rindiendo honores a Antonín Dvorák... Seis años, señor Gardiner.

Y amaneció la mañana en que te diste cabal cuenta de tu desatino.

«¿Y he pasado esta porción de mi vida sólo contemplando el granito rosa del obelisco?», te preguntaste conculcado.

Y una sensación nefasta, talmente como un vértigo, te ascendió desde la boca del estómago. Ya dejabas de ser una hoja verde y amenazabas con caer de las ramas del árbol de la vida. El vértigo era inaguantable. Aquella mañana, a eso de las nueve, todos los viandantes volvieron su mirada hacia ti, por cuanto prorrumpiste en un clamor estridente, sostenido y aterrador... Por fortuna, te supiste callar antes de que aparecieran los gendarmes a llamarte la atención por tu irregular comportamiento.

Y para tu fuero íntimo deploraste el hecho de encontrarte solo en la vida y en el mundo. Años atrás, pensaste que habías congeniado bien con la soledad, debido a tu prolongada estancia en la celda de aislamiento de la Penitenciaría Estatal de Utah. Pero ningún ser humano puede a la postre aclimatarse a la soledad. Y era triste estar solo en una ciudad como París, donde los sentimientos de amistad flotaban en el mismo aire. Tú tenías dinero en abundancia, pero ni un solo ser al cual llamar “amigo”...

Ahora también te encuentras aislado, pero te sientes dichoso porque sabes que cuentas con mi amistad incondicionalmente; porque sabes que vaya donde vaya siempre hablaré de ti en los mejores términos; porque yo te quiero como se quiere a esas flores preciosas que crecen en la espesura. Y también las Musas están de tu parte. ¡Que bella música engendras con tu armónica! Música que me va adormeciendo junto a esta ventana lunada y que siembra tus recuerdos parisinos en mi conmovida imaginación...


CONTINUARÁ…

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