Va la entrega de los capítulos finales de la novela, gracias infinitas a Jardinero de las nubes por habernos regalado con su trabajo literario.
El señor Gardiner en París (IX)
Comenzaste tu incansable búsqueda de amigos. No era nada sencillo, así de pronto. Veías grupos de amigos y amigas sentados en las terrazas primaverales de los cafés, y te consumían las ganas de integrarte entre ellos. Pero un nudo en tu corazón te impedía hallar las palabras adecuadas para que no te tomaran por un lunático; cuando se ha estado toda la vida punto menos que aislado, el lenguaje se distorsiona, se empobrece, se vuelve torpe como quien intenta caminar sobre una superficie de hielo... La angustia te apretaba el corazón como entre tenazas. Grupos alegres de gente: chicas jóvenes dialogando con chicos jóvenes, aunque algo mayores que ellas. Y tú moviéndote por sus proximidades como un espectro de Navidad. Tú no tenías aptitudes sociales ni vis cómica para atraerte las simpatías de nadie. Encima sólo conocías el francés imprescindible, y así no había manera de acertar a desvelar la hondura de tus pensamientos. Te fuiste a la Biblioteca Nacional, y empezaste a devorar libros sin orden ni concierto, sin que lograras enterarte ni tan siquiera de una cuarta parte de sus contenidos. Sabías tocar, eso sí, la armónica como un auténtico virtuoso; pero por lo demás tu carencia cultural era mayúscula. Pensabas cosas y no sabías trasladarlas al lenguaje hablado, ya fuera en inglés, tu lengua vernácula, o en francés. De lo que verdaderamente tenías certeza era de que la soledad te resultaba amarga y que no podrías vivir así mucho tiempo. Pensaste en Emaús, pero no creíste que allí se encontrara en último término la solución a tus cuitas. Y pensaste en el Père Lachaise, y exhumaste un recuerdo que hacía mucho tiempo que inhumaste en una de las numerosas tumbas de la necrópolis: el recuerdo de un rostro femenino de la lejana ciudad de Denver. Y pareció como si tu corazón volviera a renacer. Adiós a los hielos del averno, y bienvenidas sean las yemas de los días de juventud. ¿Cómo desechar el recuerdo de Carol?... Aun así estimaste tu deber desecharlo... ¡Pero no!... Ella otra vez en tu vida, inevitablemente.
Y esta vez la tuviste en la mente durante tus sueños y tu despertar. Pero, después de todo, necesitabas rodearte de personas con las que amortiguar los devastadores efectos de tu soledad. Buscaste la amistad sin desfallecer..., con resultados vanos.
Como observaras que nadie quería ser tu amigo, diste en pensar que el motivo de ello radicaba en tu estrafalario atuendo. ¡Acertaste en el centro de la diana! En un mundo en el que imperan las apariencias, no se puede ir vestido de forma que resulte violenta a la vista. Te acercaste a una tienda de uno de los numerosos sastres de París, y allí acabaste con tu imagen de siempre. En una peluquería de alto postín dieron otro lustre a tu rostro; te hicieron olvidar cómo estabas sin barba y te dejaron el cabello corto y bien peinado. Alquilaste una limusina, y fuiste a los lugares de distinción. Hiciste alardes de gran millonario y hombre mundano, y la cosa fue más allá de lo que tú esperabas... ¡Cuántas multitudes se congregan al olor del dinero! ¡Lo que un simple cambio de imagen puede llegar a obrar! ¿Era esto lo que tanto anhelabas en tus ratos de soledad? Luces deslumbrantes, mujeres de belleza indescriptible, trajes de etiqueta, caviar, champán, exquisitos manjares, delicados perfumes... y amistad. En la opulencia se encuentra la amistad, eso pensaste entonces. Los primeros días te dejaste arrastrar por la vorágine de tu nueva vida. Fuiste seducido por mujeres que te hicieron olvidar momentáneamente a Carol. Asististe a fiestas, a espectáculos, a la Ópera, a exposiciones... Y aún así caminabas sediento por la vida. ¿Sabrías tú lo que andabas buscando?
El señor Gardiner en París (X)
Un buen día quisiste respirar aire fresco. Te acordaste de Emaús, y algo te indujo a encaminarte allá. Una vez que apareciste por el piadoso lugar, muchos se quedaron boquiabiertos al reparar en tu aseado aspecto y en tu pulcro traje de etiqueta. Y te sentiste abochornado. ¡Qué paradójico! Antes te miraban esquinadamente por tu pinta de pordiosero, y ahora lo hacían por tu pinta de millonario... He aquí que te topaste con un anciano de luenga barba gris, que te miraba con los ojos salidos de órbita, y le interpelaste:
–¿Le gustan mis prendas, señor?
Él soltó un gargajo amarillento, y lo extendió por el suelo con la suela de sus gastados zapatos. Enseguida te respondió:
–Claro que me gustan... Pero aquí, en Emaús, no tenemos dinero para vestir así.
–Entonces cámbieme mis ropas por las suyas. Hará un buen negocio. –«Y yo lo haré mejor», te dijiste para tus adentros.
Al poco volvías a vestir pobremente. Si hubieras tenido la barba y el cabello más crecidos, hubieras sido el de antes. Sin saber cómo, te sentiste un poco más feliz. Apareciste junto al abate Pierre, en el despacho de éste, con el rostro radiante y el gesto menos avinagrado.
–Hijo mío, ha pasado muchísimo tiempo. Si no me dices que tú eras aquel joven generoso a quien me encontré una vez en el Père Lachaise, no te hubiera reconocido.
Todo en el despacho era humilde. Te sentaste sobre una modesta y carcomida silla de madera de abedul. Y la emoción se apoderó de ti por completo.
–¿Qué quieres de nosotros, hijo mío?
Sacaste a la luz tu armónica, y dijiste:
–Quiero tocar para usted.
Mientras interpretabas por enésima vez el Movimiento II Largo de la Sinfonía nº 9 “Del Nuevo Mundo” de Antonín Dvorák, te apercibiste de que los ojos del sacerdote se cubrían de lágrimas, y eso mismo te sucedió a ti. Cuando acabaste, él te dijo:
–Con tu música me hablas de lo que ha sido tu vida, y también de lo que ha sido la mía... Me alegro mucho de tenerte aquí.
El abate Pierre había envejecido una barbaridad: tenía el rostro devorado por una larga barba blanca, y delante de sus ojos (piadosos, conmovidos) tenía unas gafas de montura barata. Estaba delgado, puesto que debería de comer sólo lo imprescindible para atender a las funciones vitales de su organismo. Era un anciano con un alma joven, pues así son las almas de quienes se entregan a los demás.
–¿Vienes a quedarte con nosotros?
Tú meneaste la cabeza, y respondiste:
–Yo no soy para estar en parte alguna.
–¿Qué necesitas, pues?
Tu imaginación respondió antes que tu boca. Una sonrisa de joven norteamericana, flotando por encima de las copas de las sóforas del Japón. Una piel tan blanca como los tulipanes de Holanda. Un sueño de hermosa realidad.
–Han pasado muchos, muchísimos años, y aún no la has olvidado –observó el abate Pierre, al término de tu explicación.
–Eso parece –respondiste lacónico.
–¿Has hecho por saber que ella?
Negaste con la cabeza.
–Entonces, ¿por qué no regresas a los Estados Unidos e intentas indagar algo sobre su vida de todos estos años?
Aquí te mostraste enérgico al responder:
–América nunca ha sido ni será mi tierra de promisión. Está decidido: no quiero volver allá.
El abate Pierre sacudió la cabeza, al tiempo que decía:
–Eres un caso... Estás repleto de contradicciones. Tienes dinero; por lo menos podrías contratar los servicios de un detective privado para que obtuviera informes sobre esa mujer. Sin duda se habrá casado y será madre de algunos hijos hermosos.
El corazón te dio una encogida..., algo placentera, algo desoladora.
–Sí, apreciado sacerdote, es posible que sea una madre rolliza y feliz... En cuanto a lo del detective, prefiero averiguar las cosas por mí mismo.
–Extraña filosofía la tuya.
–Cuando se ha estado tanto tiempo alejado de los demás, no se puede ser como los demás –aseveraste con auténtico empaque de filósofo.
–Entonces deberás proseguir tu búsqueda con la menor de las esperanzas –comentó el abate Pierre–. Nadie sino Dios te puede ayudar... Ruégale a Dios.
Una alondra comenzó a piar dulcemente en el arbolito que había fuera de la ventana del despacho... ¿Acaso sería esto una respuesta?... Lo cierto es que experimentaste una querencia de cantos de aves y de cielos perpetuamente azules. La lluvia había dejado de inspirarte. En tu mocedad viste a Carol bajo el dosel de un cielo azul, y ahora sentías aborrecimiento de las nubes... Le preguntaste al abate Pierre:
–¿Cuál es el país de Europa donde el sol luce sereno la mayor parte del año?
El sacerdote te miró pensativamente, y luego dijo:
–Italia... y también España... ¿A qué viene tu pregunta?
Por toda respuesta, sacaste tu talonario y extendiste un cheque por valor de muchos millones. Luego se lo tendiste al abate Pierre, diciéndole:
–Probablemente no volvamos a vernos. Un ave solitaria como yo tiene que encontrar su nido de una vez por todas. En París ya no tengo dónde cobijarme.
–Que Dios vaya contigo, hijo mío –te deseó el abate Pierre, sin antes haber leído la cifra que figuraba en el cheque (un motivo más para que siempre te recordara).
Te fuiste a la estación de Montparnasse para pillar el primer tren que te sacara de Francia. Pronto la Ciudad de las Luces no quedó más que en tu recuerdo. Como las aves migratorias, emprendías viaje a los países meridionales, porque meridionales eran los pensamientos que conservabas en relación a Carol.
FIN
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EL SEÑOR GARDINER EN PARIS
Capítulos I y II
Capítulos III y IV
Capítulos V y VI
Capítulos VII y VIII
Capítulos IX y X
martes, junio 10, 2008
NARRATIVA - EL SEÑOR GARDINER EN PARIS
Publicadas por nat a la/s 6:54 a. m.
Etiquetas: narrativa