miércoles, mayo 14, 2008

NARRATIVA - EL SEÑOR GARDINER EN PARIS


Continuamos con la entrega de esta novela que Jardinero de las nubes nos hace llegar desde España.


El señor Gardiner en París (III)

Ahora, desde la profundidad del bosque, tu armónica rescata del olvido una apacible melodía de mucho significado para ti: el Movimiento II Largo de la Sinfonía nº 9 “Del Nuevo Mundo”, cuyo autor es el compositor checo Antonín Dvorák. Música casi inapreciable, como el paso de la vida; música hecha por y para la nostalgia. Pronto me aboco de nuevo en tus propios recuerdos...

Después de unas cuantas semanas de mucho sentir la ausencia de Carol, la herida de tu corazón volvió a cicatrizar. Carol ya no era un mudo sentimiento, insoportable en tu corazón. Seguía lloviendo sobre París, incluso a las mismas puertas del verano. Cierta tarde tibia, te encontrabas paseando sin rumbo fijo por el barrio de Nanterre. Pasaste junto a una tienda de discos, y tus oídos, ya sensibilizados por todo lo bello y melodioso, captaron la serena armonía del Movimiento II Largo de la Sinfonía nº 9 “Del Nuevo Mundo” de Antonín Dvorák. Entraste rápidamente en la tienda, y adquiriste la cassette de la obra. Luego fuiste a una tienda de electrodomésticos, y te compraste un radiocassette a pilas. Desde entonces la Sinfonía nº 9 “Del Nuevo Mundo” te acompañaba a todas partes.

Después de dos meses de regalar tus oídos reiteradamente con la antedicha sinfonía, sentado a la orilla de un hermoso estanque del Parque Monceau, decidiste imitar con tu armónica música tan maravillosa. A pesar de poseer una indiscutible vena musical, el no saber solfeo te trajo no pocas dificultades a la hora de reproducir con tu instrumento los deliciosos aires de la sinfonía. Comenzaste a hacerlo, como acabo de decir, en el Parque Monceau, una fresca y risueña mañana de los últimos días del verano. Y una semana más tarde, con ocasión de hallarte en el bosque de Boulogne, a tiro de piedra de las gradas del hipódromo de Longchamp, diste coronación a tu empresa. Ya no necesitabas el radiocassette, y lo dejaste abandonado en uno de los bancos del bosque. La música alentaba dentro de ti, música que encerraba el recuerdo de una mujer hermosa.

A partir de entonces, muy raramente abandonabas tu puesto en la Plaza de la Concordia. El cielo ya tenía color de otoño, comenzaba a soplar el viento boreal con harta frecuencia y las lluvias caían frías y abundantes, arrastrando a su paso las hojas muertas de los árboles de los bulevares. Cuando la noche se precipitaba sobre la ciudad, el Sena era un lecho de tinieblas del color de la tinta china; ya no había en su superficie reflejo de estrellas estivales que, en tu ciega ilusión, dibujaran las facciones del rostro de Carol. Otoño en París. Las fuentes ya no emitían la risa musical de cuando la primavera. Anochecía pronto, y el día mostrábase cada vez más lento y perezoso para levantarse por encima del horizonte. Los pintores y estudiantes de arquitectura que durante el buen tiempo trabajaban a cielo abierto en las aceras de Montparnasse, huían del aire destemplado de la naciente estación, y en sus luminosos y desamueblados áticos pasaban las nobles calamidades del artista. Las golondrinas, calandrias y jilgueros que durante el verano habitaban en el cerro de Montmartre, habían emprendido su migración anual a los climas meridionales. El esplendor parisino iba declinando conforme caían con perfecta simultaneidad las hojas de los árboles y las del calendario... Y tú, mientras tanto, señor Gardiner, seguías apostado en un banco de fundición de la Plaza de la Concordia. Cada día que pasaba, el otoño te mostraba con más intensidad su corazón gris y su aliento gélido, y tú le respondías a cambio con los melosos arpegios de la sinfonía que tan bien habías aprendido a interpretar durante el pasado verano. Deseaste que Carol pudiera vivir para contemplar la belleza de París en esa época del año.

Tocabas la armónica tan primorosamente y con tanta tristeza en tu mirada, que una simpática ancianita sexagenaria (hermosos cabellos blancos y muy bien vestida), se aproximó a tu vera cierta tarde de principios de octubre. Tú interrumpiste tu ejecución musical, y te quedaste mirando de hito en hito a la buena mujer. Ella te ofreció una hermosa jícara de porcelana de la cercana población de Sèvres, y te dijo:

–Para que puedas depositar ahí las limosnas que te den. Tocas tu instrumento que parece que lo hace la misma mano de Dios.

No supiste explicarle que tú no tenías necesidad de limosnas y otras caridades. Si tus palabras no pudieron hacerlo, al menos con tus ojos le testimoniaste tu gratitud por la bondad que había tenido para contigo.




El señor Gardiner en París (IV)

Después de este episodio, te entró hambre y te encaminaste al restaurante de la calle de Rívoli (donde ya te recibían con todos los honores) a calmar las exigencias de tu estómago. Comiste ensalada de apio y muchas piezas de fruta del tiempo. Luego tocaste para la concurrencia tu armónica, te aplaudieron y te fuiste del restaurante hasta nueva orden de tu estómago. Como estuvieran cercanas Las Tullerías, te dirigiste allá. Gozaste de la deliciosa fragancia a lluvia recién caída que exhalaban los chopos del parque. Y luego, cuando las sombras crepusculares se abatían a traición sobre las calles, te fuiste a pasear por los muelles del Sena, así que cruzaste a la otra orilla por el puente de la Concordia. Las farolas destellaban en medio de inquietos velos de bruma. El aire refrescaba a cada instante una cosa bárbara. Había paseantes que, al final de la jornada, sacaban a sus perros a hacer sus necesidades. Había parejas de novios besándose apasionadamente junto a las aguas murmurantes, adecuadamente equipados con abrigos, gorros y bufandas de lana para arrostrar el fresco de la noche. Había abuelas orgullosas paseando con sus nietecitos bien cogidos de la mano. Sonaban las sirenas de las embarcaciones, cuyo sostenido bramido se te aferraba al oído, perforándote los tímpanos. La niebla que ascendía del río, comenzaba a hacerse más espesa, ocultando en mágica envoltura los contornos de las islas fluviales, difuminando las luces que procedían de las mismas... Te alejaste hasta lugares de la orilla izquierda muy poco frecuentados, lugares tétricos en los que se podía palpar el misterio.

–¿Quieres hacértelo conmigo, mon amour?

Tu corazón dio una súbita encogida. La voz provenía de tu costado izquierdo. Los jirones de niebla te permitieron entrever una figura de mujer. Una prostituta portuaria, con el cuerpo delgado, la cara pintarrajeada y los cabellos teñidos de un chillón color burdeos. Sus ojos eran tristes pese a sus labios sonrientes. Algo palpitó en tu entrepierna... A ti, que eras virgen, si se exceptuaban las maniobras onanistas a que te entregabas de cuando en cuando para procurarte consuelo sensual... Eras virgen, y ahora se te presentaba en bandeja de plata la oportunidad de que tal situación pasara a la historia...

Mi hija bosteza en la habitación de al lado, y acto seguido comienza a hipar de un modo alarmante. Soy madre antes que amiga, apreciado señor Gardiner; he de ir con ella... Tú también tienes derecho a que se respete tu intimidad, y dejaré de referir ciertos detalles que te sonrojarían en caso de que se supieran. Baste decir que fuiste beneficiario de uno de los comercios más antiguos que existen... Mi hija ya está mejor; lo que tenía era una falsa alarma. Regreso a mi puesto junto a la ventana, y miro los bosques que te cobijan...

Como le preguntaras su nombre, una vez le hubiste abonado generosamente sus servicios, la joven meretriz te respondió:

–Yvette... Yvette Hardy.

Una oleada de ternura invadió tu corazón..., allá en aquel rincón neblinoso del Sena.

–No he visto tu rostro, Yvette –dijiste emocionado–. No he pensado que fueras tú... Mi mente estaba a muchas millas de distancia. Le he puesto a otra mujer tus piernas, tu abdomen, tus pechos, tus manos y tus labios... Y ahora siento con más crudeza el cerco de soledad que esclaviza mi corazón.

Yvette encendió un cigarrillo en la profundidad de la noche, y te dijo con indolencia:

–Estoy acostumbrada a ser el cuerpo de otra mujer... ¿Es la primera vez que lo haces?

Tragaste saliva, presa de una enorme confusión, y las lágrimas afluyeron a tus ojos.

–Nunca será la primera vez hasta tanto no lo haga con ella...

–He oído que murmurabas “Carol” a mi oído. ¿Es ése su nombre?

–Es su nombre –asentiste–. De ella sólo conozco su nombre y la parte de arriba de su pecho. ¡Espera! Creo que una vez la vi de cuerpo entero... Sí, aquella vez que paseaba al lado de mi hermano tras habérmela birlado.

–Bueno, mon amour, tengo que marcharme. Si no trabajo, me muero de hambre... Por cierto, ¿cómo te llamas?

–Norman Gardiner, de Norteamérica.

–Adieu, Norman... Para otra vez, ya sabes dónde me puedes encontrar.

–Adiós, Yvette.

Ella se fue perdiendo en la inmensa mariposa de la niebla. Tú te fuiste también. Cruzaste a la orilla derecha por el puente de Austerlitz. Después de largo rato de deambular infatigablemente de aquí para allá, pediste habitación en un lujoso hotel de la calle de Provence, a escasamente dos pasos de la Ópera. Volvía a repetirse la misma tónica de siempre: adusto ceño de recepcionista veinteañera hasta que por fin se hacía visible el color de tus billetes. Y es que no ir vestido en los lugares elegantes de París con un traje de Pierre Cardin, se prestaba a estas situaciones, por cierto no muy agradables...

CONTINUARÁ…

CAPITULOS I Y II

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