lunes, mayo 26, 2008

NARRATIVA - EL SEÑOR GARDINER EN PARIS



Continuamos con los capítulos V y VI de esta bella novela de Jardinero de las nubes








El señor Gardiner en París (V): la epopeya de Emaús.


El sueño de esa noche te hizo ver a Carol despechada por la traición amorosa. Tú te habías ido con una ramera, y Carol sufría por eso. Te rechazaba, te insultaba, te tiraba por cara tus bajos instintos... “¿Acaso me amaste alguna vez?”, le reprochaste a la imagen de tus sueños. Pero no hubo respuesta. Otra mujer desapareciendo de tu vida tras una cortina de niebla, si no de humo de polución... Te despertaste en medio de un maloliente mar de sudor.

Era doloroso sentir los reproches de tu conciencia por una amada que nunca te correspondió. Debías enterrar su recuerdo..., y no en tu corazón, sino en un auténtico cementerio... Esa mañana fuiste al Père Lachaise, el París de los difuntos. Allí había tumbas ostentosas, soberbios panteones y huesas sin lápida funeraria, mansiones eternas donde tu doloroso recuerdo reposaría muy apropiadamente. Junto a una de éstas te detuviste. Tierra arcillosa de una fantasmal tonalidad sanguínea.

–Desaparece de mi vida en el fondo de este sepulcro, Carol –pronunciaste con una voz que no escapó de tus labios.

Luego te volviste de espaldas, y viste junto a ti a un anciano sacerdote. Barba blanca y boina deshilachada. Un hombre que figuraba en los periódicos como la persona más querida de Francia: el abate Pierre, fundador de las “Comunidades de Emaús”, donde los sin techo recuperaban su dignidad como seres humanos. Un hombre que, a cuenta de su caritativa labor, tenía garantizada la eternidad de todas veras... Empezasteis a dialogar. Y ante la franqueza de su mirada, tu corazón se desbordó en palabras. Le hiciste un rápido esbozo de tu vida, con tu francés rudimentario, y le contaste el motivo de que te sintieras tan consternado: la rosa marchita de un amor que pudo ser en Norteamérica. El abate Pierre se compadeció de ti; así de tiernos tenía los sentimientos ese santo varón. Te condujo junto a un humilde nicho, y te dijo que allí reposaba un hombre que en un tiempo estuvo desesperado, hasta el extremo de querer quitarse la vida. Te explicó que aquel hombre había estado veinte años en presidio por haber asesinado a su padre. Al salir de la cárcel no vio horizontes a su vida, y quiso quitarse de en medio arrojándose a la vía del metro. Falló en su tentativa de suicidio. Y él, el abate Pierre, fue a visitarlo, cuando todavía permanecía en cama. No le vino con inútiles consuelos y demás palabrería vana; le dijo simplemente: «No puedo darte absolutamente nada. Trabajo durante las noches a favor de las madres abandonadas, de la gente sin hogar, de los niños enfermos. Yo también estoy enfermo y no puedo más. ¿Me quieres ayudar? Antes de matarte, ¿prefieres echar una mano a toda esa gente que espera?». Y ese hombre encontró una razón para vivir. Se fue con el abate Pierre a Emaús, y allí alcanzó la felicidad entregándose a los demás, hasta que Dios lo llamó a su lado. Sus últimas palabras fueron: «Decid al abate Pierre que es preciso que la obra de Emaús continúe. Cuando yo llegué era ateo y rebelde y estaba desesperado. Y aquí he encontrado todo». El abate Pierre puso corolario a estas palabras derramando una lágrima peregrina. La lluvia comenzaba a chispear.

–¿Por qué puso a aquel lugar el nombre de Emaús? –indagaste.

–Emaús era el pueblo donde dos caminantes fugitivos se encontraron con Jesús después de resucitado...

Y el abate Pierre recordó cierta madrugada de invierno de hacía muchísimos años. Sobre la acera del paseo Sebastopol apareció, a eso de las tres, el cuerpo de una mujer muerta por el frío; entre sus dedos tenía apretado el papel con el que hacía dos días la habían expulsado de su casa... El abate Pierre no pudo permanecer impotente ante el espectáculo de tanta miseria: ese mismo día lanzó una audaz campaña para proteger a los sin techo, que en las noches de invierno habían de hacer auténticas virguerías para sobrevivir. En un descampado de los arrabales de París organizó unos barracones para poder acoger a toda esa mesnada de indigentes. Y aquel lugar se llamó Emaús. El abate Pierre luchaba porque sus protegidos recobraran su dignidad como personas; les animaba a ejercer de traperos, a buscar entre los desperdicios lo aprovechable, a efectos de ser vendido con posterioridad. Muchos que no conocían ni por asomo los infortunios de los marginados, se pusieron a criticar los laudables esfuerzos del abate Pierre; argumentaban que esos mendigos no eran más que un hatajo de vagos y borrachos. El abate Pierre salió en defensa de sus protegidos: «No son ni mejores ni peores que los demás... Cuando me dicen que son gente tarada, respondo que sí, que entre ellos los hay, pero no hay más que entre la gente de salón; la única diferencia es que ellos se emborrachan con vino tinto, en vez de emborracharse con un cocktail...» Al final, señor Gardiner, tenías la sensación de encontrarte frente a uno de los hombres más buenos del mundo.


El señor Gardiner en París (VI)

–¿Es usted feliz? –le preguntaste al término de su larga explicación.

El alma gigantesca de ese sacerdote se transparentaba a través de su anciana mirada. Seguía lloviendo con moderación. Él te respondió:

–Naturalmente que soy feliz. Mi felicidad está en Emaús, al lado de mis pobres. Esa felicidad no se puede explicar con palabras; hay que vivirla día a día... ¿Quieres venir conmigo a Emaús?

–Me da miedo no sentirme solo.

–Vente conmigo, y verás que tu miedo es absurdo.

–He estado demasiados años solo. Me habría gustado compartir mi soledad con aquella mujer que ahora quiero olvidar... Pero no se apure, padre: le daré dinero para contribuir a la noble causa de Emaús.

–Tu presencia allí sería la contribución más valiosa.

La lluvia dejó de caer. Sopló un viento vigoroso que dispersó las nubes. Sacaste de los bolsillos de tu raído abrigo un talonario de cheques, en uno de los cuales estampaste una cifra fabulosa; acto seguido lo arrancaste y se lo tendiste al abate Pierre, diciéndole:

–Esto es todo lo que puedo hacer por ahora.

El sacerdote leyó la cifra con ojos desencajados. Su voz traicionaba la emoción que experimentaba.

–Esto es sencillamente... ¡espléndido!... ¡Cuántas mantas para el invierno, cuánta comida nutritiva, cuántas cosas nuevas y necesarias!... ¿Cómo tienes tanto dinero, hijo mío? ¿Acaso has atracado un banco?... A fe mía que no pareces millonario.

–No he atracado ningún banco... Y aún tengo más dinero del que podré gastar en cien vidas... Y no sé qué empleo darle.

–Ya lo averiguarás con el tiempo. Dios te dará luz. Ya sabes que no se puede servir a Dios y a las riquezas.

–De momento las riquezas me sirven a mí. Le prometo solemnemente, padre, que ningún pobre llorará de hambre y necesidad en mi presencia... Pero también tengo que vivir... Me lo he ganado... Mi vida ha estado llena de sufrimientos.

El abate Pierre lagrimeaba sin rémora alguna. Al cabo te dijo:

–Que Dios te bendiga. Si alguna vez tienes necesidad de acudir a Emaús, serás bien recibido. Allí Jesucristo recibe a todos los que quieren regenerarse.

–De momento tengo que seguir buscando lo que aún no he encontrado. Lo malo es que no sé qué es.

–No te preocupes, hijo mío; tu corazón rebosará de dicha todos los días de tu vida... Siendo bueno, nada te faltará.




CONTINURÁ...

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